Reproduzco el manifiesto del Día del Libro en Andalucía. Este año su autor es el filósofo y escritor Emilio Lledó.
Como si una voz nos dijera “No estéis dormidos”. El sueño, el descanso, es imprescindible para la vida, igual que la amistad que decía el filósofo. Pero para dormir, para amar, hay que saber estar despiertos y despiertos quiere decir estar en la luz. La luz nos enseña el mundo, nos alumbra y también nos guía, nos presenta las formas de las cosas y, en el fondo de nuestra existencia, hace relucir ese maravilloso y sorprendente descubrimiento de la ideas. Tener ideas es una forma suprema de humanidad, un ejercicio de clarividencia. Tener ideas es tener vida, tener la mente abierta para entender, para entendernos a nosotros mismos. El mundo ante los ojos y en la luz nos ofrece múltiples objetos, cosas, para tocar, para construir, para transformar. Pero hay un objeto privilegiado, una cosa, a la que llamamos libro y que tiene el poder de transformarnos. El ser humano es, efectivamente, el animal que habla y que en muchos casos puede recoger eso que habla en escritura. El habla es un soplo significativo que desaparece nada más pronunciado. Desde no hace mucho tiempo ese aire semántico puede guardarse por diversos procesos tecnológicos, pero todo ello es ya muy distinto de la escritura, de las páginas de un libro. El tiempo del que escribe y, por supuesto, el tiempo de lo escrito, requiere reposo, reflexión en la soledad, con la esperanza de que alguien posará sus ojos sobre esas líneas y, como en los surcos de la tierra, hará fructificar ideas, sentimientos, deseos. Eso que llamamos cultura occidental se sustenta y pervive gracias a esos millones de páginas donde se inmortaliza y se hacen eternas las experiencias de los seres humanos. Una soledad terrible si no tuviéramos las palabras; una soledad infinita si no tuviéramos la escritura, si no fuera posible esa maravillosa amistad, ese diálogo siempre inacabado que los libros nos ofrecen. Tal vez no somos conscientes del regalo que significa la escritura: el poder, por ejemplo, dialogar con Homero, con Platón, con Cervantes, con Shakespeare, con Goethe, con Galdós, con Machado, con Lorca… con todas esas miles de voces que nos han obsequiado las letras. Tendríamos que agradecer a los grandes escritores que nos siguen acompañando a lo largo de la existencia esa posibilidad de iluminarnos, de enriquecer nuestra sensibilidad y, con ello, nuestras ideas, nuestras visiones del mundo y de la vida. Una riqueza superior a cualquier otra, porque lo que verdaderamente somos está en nuestra mente y ella es la única que nos puede abrir las puertas de la siempre difícil felicidad.
En el mundo de la miseria, de la desinformación, de la crueldad y las injusticias, los libros nos permiten entrever ese otro mundo de las ideas, de los ideales que deben alimentar la democracia y que es una función de amistad hacia los otros. Es cierto que ello requiere un cambio de valores, un principio de generosidad y filantropía, y ese principio arranca de los libros y la lectura y, por supuesto, de una política democrática capaz de crear las instituciones para que esa educación se haga posible. El acto de leer es salir del pobre, monótono, vacío diálogo que arrastramos con nosotros mismos y abrirnos a infinitos paisajes nuevos, a mundos insospechados donde comenzamos a respirar el soplo de la solidaridad y amistad. Es cierto que la vida se encarrila en las líneas de un oficio, una profesión, una determinada tarea y, a veces no podemos detenernos, parar un instante, apearnos en una estación distinta de aquella que nos asignó el destino que no pudimos elegir y con el que hemos identificado cada vida individual. Por la monotonía de semejante trayectoria, el cerebro acaba agrumándose, resecándose.
La lectura es la mejor posibilidad de abrir otras salidas, de escapar a la miseria mental, a la pobreza intelectual. Con la lectura iniciamos el diálogo inacabable con quienes hablaron antes que nosotros, con quienes nos escribieron para que percibiéramos, en ese lenguaje el soplo de la solidaridad, de la humanidad, de la eternidad.
Emilio Lledó
En el mundo de la miseria, de la desinformación, de la crueldad y las injusticias, los libros nos permiten entrever ese otro mundo de las ideas, de los ideales que deben alimentar la democracia y que es una función de amistad hacia los otros. Es cierto que ello requiere un cambio de valores, un principio de generosidad y filantropía, y ese principio arranca de los libros y la lectura y, por supuesto, de una política democrática capaz de crear las instituciones para que esa educación se haga posible. El acto de leer es salir del pobre, monótono, vacío diálogo que arrastramos con nosotros mismos y abrirnos a infinitos paisajes nuevos, a mundos insospechados donde comenzamos a respirar el soplo de la solidaridad y amistad. Es cierto que la vida se encarrila en las líneas de un oficio, una profesión, una determinada tarea y, a veces no podemos detenernos, parar un instante, apearnos en una estación distinta de aquella que nos asignó el destino que no pudimos elegir y con el que hemos identificado cada vida individual. Por la monotonía de semejante trayectoria, el cerebro acaba agrumándose, resecándose.
La lectura es la mejor posibilidad de abrir otras salidas, de escapar a la miseria mental, a la pobreza intelectual. Con la lectura iniciamos el diálogo inacabable con quienes hablaron antes que nosotros, con quienes nos escribieron para que percibiéramos, en ese lenguaje el soplo de la solidaridad, de la humanidad, de la eternidad.
Emilio Lledó
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