El escritor Juan Bonilla publicó en 2015 un interesante artículo en el diario EL MUNDO titulado precisamente "La hora del lector" en el que reflexionaba sobre el futuro del libro y la lectura. Merece la pena leerlo...
"Preguntarse por cómo serán las cosas en el futuro es sólo el deporte
favorito de la impaciencia. No sólo porque el futuro no va a llegar
nunca, (¿y, además, de qué futuro hablamos?: ¿de 2050 o de 2120? ¿de
2430 o del 5320?: se habla siempre del futuro como si fuera una estación
de destino, y no una estación de paso hacia otra estación, también
futura), sino también porque si miras al pasado y le preguntas a él si
alguien en algún momento consiguió acertar de pleno cuando se puso a
imaginar en cómo serían las cosas hoy, obtienes como respuesta: nadie.
En esto es bueno no ponerse estupendos y adoptar la precaución del
meteorólogo: sabe que como mucho podrá predecir el tiempo que hará de
aquí a tres días, para intuir qué pasará en el cuarto ya tiene que jugar
a las adivinanzas con la sola seguridad de que va a equivocarse, y
predecir qué tiempo va a hacer el 28 de mayo de 2019 es de idiotas.
Así pues, en la puja entre libro digital y libro de papel, que
primero hizo decir a tanto gurú que sería un combate de un asalto en el
que el libro digital iba a terminar con el de papel de dos uppercuts
y luego hizo reaccionar a otros asegurando que el combate estaba ganado
por el papel -que iba a durar 100 años y que iría noqueando a cuanto
artefacto se le pusiera enfrente-, lo mejor es acogerse a la evidencia:
ni siquiera hay combate. No sólo porque los hinchas de uno y otro
soporte no pertenecen a hinchadas rivales sino también, o sobre todo,
porque un mismo lector puede serlo en soportes diferentes sin sentir que
traiciona a unos colores. Es cierto que aquí, entre nosotros, el
soporte digital facilita mucho las tareas de los piratas, esos
exquisitos que consideran que todo escritor -y no te digo ya un editor-
es un ladrón por querer cobrar por lo que, según ellos, a todos
pertenece pero que no se consideran ellos mismos ladrones por apropiarse
de algo. Pero ese problema ya estaba instalado en Latinoamérica, donde
se piratean los libros en papel (hace poco, en Lima, compré un ejemplar
de la edición pirata de una novela mía y el amable vendedor me la rebajó
unos soles por ser el autor, asegurándome que era «el original de la
copia», o sea la primera edición de la edición pirata). Pude entrar en
un taller donde hacían las ediciones piratas, y esos piratas al menos se
daban el trabajo de cambiar el formato del libro -ensanchaban y
alargaban la caja para que diese menos páginas de grosor y abaratar el
coste del papel-, ir a Wikipedia a copiar la entrada dedicada al autor
del volumen si el original no traía esa información, buscar una foto
para la contracubierta...
Porque para que haya una literatura potente, tiene que haber una potencia de lectores.
Pero siendo la piratería un problema, no es ni de lejos el gran
problema de la literatura. Los editores harán sus cálculos y seguro que
podrán aportar pruebas fidedignas de cuánto dinero se fuga por culpa de
ese problema... pero aún así, el problema en este vertiginoso presente
nuestro viene de otro lado. Los mismos políticos que aparecen en escena
con sus grandilocuencias banales y sus buenas intenciones decrépitas,
las mismas autoridades que se visten de gala para asistir a un almuerzo
con escritores y darle un premio a un anciano por toda su carrera, los
mismos que firman las bases del año que viene de galardones aquí o allá y
aprueban partidas para financiar actos y simposios, o no se pierden la
inauguración de los grandes espectáculos que de vez en cuando organiza
la Literatura -por decirlo así, pero ya me entienden, la Feria del Libro
de Madrid es el más evidente-, esos mismos parecen encantados de hacer
todo lo posible por apuñalar a la literatura para que se vaya
desangrando de a poco, para que vaya sumiéndose en la insignificancia.
Porque para que haya una literatura potente, tiene que haber una
potencia de lectores. Los lectores son, en fin, responsables de la
calidad y eficiencia de lo que una literatura produzca. Sus exigencias
son las que hacen crecer y fortalecerse a una literatura. Y los lectores
no nacen por combustión espontánea. Si la Literatura tiene más que ver
con leer que con escribir (y es evidente que sí, aunque sólo sea porque
leer sólo se puede leer en presente, mientras que escribir puede ser
sólo pasado, aunque sólo sea en fin porque leer es la estación de
destino y escribir la de partida), parece evidente que la base
fundamental para alcanzar cierta dignidad en la potencia de nuestros
lectores es el sistema educativo. ¿Y qué se ha hecho de la literatura en
los últimos planes del sistema educativo? El papel ancilar que ahora
ocupa y que sigue encogiéndose plan tras plan (plan para hoy, hambre
para mañana), parece demostrar a las claras que todo el interés que las
autoridades parecen destinar a la literatura cuando se trata de ponerse
un vestido de gala, se desmaya en cuanto ésta pierde el oropel y se
queda en asignatura débil de bachillerato, donde es más difícil
conseguir buenas fotos con autores venerables que puedan ser reproducida
aquí o allá.
Por otra parte es paradójica la posición de la literatura en una
sociedad como la nuestra: se diría que se le concede espacio e
importancia allá donde no puede hacer daño alguno, donde sus efectos
estarán siempre controlados por su impacto minoritario. Es cierto que se
gasta dinero público en enviar a escritores a recorrer mundo y que los
beneficios de ese coste están por evaluar (o más bien son fáciles de
evaluar: muy parcos). Y es cierto que los periódicos mantienen vivos
suplementos dedicados a la literatura cuya incidencia en la masa de
lectores -ni siquiera por efecto de su incidencia en los mediadores: los
libreros- es cada vez más superfluo por no decir insignificante. Es
cierto que la literatura sigue siendo una disciplina santificada en los
grandes galardones que reconocen largas carreras (el premio Cervantes,
el Princesa de Asturias, el Reina Sofía...) y que su posible incidencia
en la realidad se ha dejado en manos de su batallón de vanguardia, los
columnistas, que también son representantes de la Literatura por mucho
que en manuales y academias se siga considerando la columna un género
chico. Casi dan ganas de celebrar que, a pesar de las evidencias de que
el derrumbe de las Humanidades no podía sino traer consigo la pérdida de
peso específico de la literatura (que tampoco fue mucho entre nosotros,
nunca, sería ingenuo engañarse a este respecto), la literatura mantenga
esos guetos exquisitos donde satisfacer a una comunidad de lectores
que, a juzgar por el número de libros que se publican, no tiene más
remedio que haberse incrementado, por dispersado que esté. Pero sería
conformarse con un papel decorativo -por no decir higiénico- que es
precisamente el papel que parecen querer las autoridades darle a la
literatura. Los tentáculos de ésta, sin embargo, son -o deberían ser, no
lo sé- más poderosos: pueden colarse sin permiso allá donde puedan
alcanzar. Y la explosión de la era digital reformará sus escenarios,
como todos los demás escenarios, la obligará a cambiar sus formas, sí,
seguro que sí, pero no acabará con ella si no consigue acabar con los
únicos capacitados para mantenerla viva: los lectores.
En la puja entre libro digital y libro de papel, lo mejor es acogerse a la evidencia: ni siquiera hay combate
Hace más de medio siglo, el crítico José Mª Castellet publicó La hora del lector,
un volumen en el que, repasando las estrategias narrativas de la
modernidad, avisaba de que llegábamos a un tiempo en el que el papel del
lector se reforzaba por, precisamente, la paulatina desaparición del
autor. No podía estar más equivocado, desde luego: primero porque la
supuesta pasividad de los lectores es sólo eso, una suposición, que no
se aviene con la importancia fundamental de esa figura en todo el curso
de la historia, y segundo porque los nuevos tiempos lo que parecen haber
propiciado es, precisamente, la presencia constante de los autores,
interpretándose a sí mismos, vueltos mercancía, obligados a la
exposición que exige la época.
Por eso me gusta mucho una imagen del poeta Antonio Taravillo
cuando imagina la feria del libro del futuro: en ella serán los autores
los que hagan cola ante las casetas donde firmarán sus libros los
lectores. Los autores acudiremos llenos de ilusión a tratar de conseguir
en cualquier ejemplar de nuestras obras, la firma de nuestro lector,
alguien consciente por fin de que él es el encargado esencial de que una
literatura tenga fuerza, presencia y potencia, y eso lo hace
responsable principal de lo que pase con la literatura. Ojalá una buena
parte de los miles de visitantes de la Feria del Libro que ahora
comienza en Madrid pudiera convencerse de que no va sola: cada uno de
ellos lleva consigo la responsabilidad del presente de nuestra
literatura. Si sus exigencias, sus expectativas y su criterio se vienen
abajo, la literatura se vendrá abajo. La historia está llena de ejemplos
que lo probarían, y el futuro, que no es más que un farsante, también
lo estará cuando deje de ser futuro". (Diario "El Mundo", 28/05/2015)
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